
En 1914, el apego a las esencias, la tradición y el honor costó decenas de miles de vidas al ejército francés. Hoy, el apego a ciertas maneras de trabajar tan seguras como obsoletas ponen en riesgo la viabilidad de la edición independiente en todo el mundo.
Los ejércitos de tierra de las distintas potencias europeas entraron en guerra en 1914 con distintos uniformes. Los británicos habían aprendido en la primera guerra bóer (1880-1881) que las casacas rojas lucían muy bien en los desfiles —luego lucirían todavía mejor en el cine—, pero eran un blanco perfecto para los tiradores afrikaners que tenían la poco deportiva costumbre de disparar agazapados y desde muy lejos, y adoptaron paulatinamente el caqui. Los rusos fueron los primeros en aprender la lección durante la guerra de Crimea (1853-1856), y el uniforme pardo con el que entraron en guerra era muy parecido al establecido ya en 1858. Los alemanes, esos niños repelentes que en las cosas de la guerra siempre solían ir por delante, copiaron a los demás sin muchos reparos pero con mucho estilo, y en 1907 adoptaron el uniforme feldgrau —gris verdoso—, el mismo color con el que darían tantos disgustos hasta 1945. Los franceses, heridos en su amor propio por la derrota de 1870 ante Prusia, seguían confundiendo el uniforme militar con el orgullo nacional y llegaron al verano de 1914 vistiendo a sus soldados con una guerrera azul oscuro —algo más visible que el caqui o el feldgrau, pero que no cantaba demasiado— y con pantalones y quepis de color rojo. De esa guisa, el ejército francés llegó a sufrir hasta 50.000 bajas en un solo día, entre muertos, heridos y desaparecidos, con una media de 10.000 bajas diarias durante el primer mes de guerra.
Puede que el alto mando del ejército francés fuera un poco duro de mollera, pero sus oficiales no eran idiotas, y los más inteligentes fueron tomando nota de las innovaciones de las grandes y no tan grandes potencias. Conocían de sobra el valor de la ocultación y el camuflaje, y en vísperas de la Primera Guerra Mundial llevaron a cabo pruebas para mejorar el desempeño de los uniformes en el campo de batalla. Políticos como el diputado y ministro de la guerra Adolphe Messimy también avisaron, en fecha tan tardía como 1912 y tras observar las escabechinas de turcos, griegos, serbios, rumanos y búlgaros en las guerras de los Balcanes (1912-1913), que pasearse por los campos de batalla del siglo XX con prendas de color rojo era tan patriótico y heroico como estúpido y suicida, pero recibió pocos agradecimientos.
Messimy mandó a paseo a los generales y políticos que se oponían a la reforma maldiciendo el «ciego e imbécil apego al más visible de todos los colores», y al parecer añadió que algún día sufrirían sus crueles consecuencias, pero es que la oposición al sentido común era muy fuerte y venía de antiguo: cuando en 1878 un senador puso reparos al pantalón rojo, recibió el severo correctivo del también senador —y general— Chabaud La Tour, que respondió con un airado «¡Es un uniforme legendario!». Bueno, legendario solo desde 1828. En las filas liberales también había cierto aprecio por el rojo, y el senador Lambert de Sainte-Croix se lamentaba: «Sería renunciar a todas nuestras tradiciones militares». La prensa no perdió la ocasión de vender unos miles de ejemplares adicionales, y periódicos como L’Illustration publicaron artículos afirmando que «la guerra sería la más odiosa de las carnicerías si no se le pone un poco de panache» —lo de panache puede entenderse como «estilo»—, y un periodista del mismo medio volvió a las andadas, en 1890, diciendo que «el legendario pantalón rojo […] es el uniforme consagrado por la gloria y, yo añadiría, sagrado por la derrota». Eugène Étienne, ministro de la guerra en 1913, respondió a Messimy en sede parlamentaria con una frase que ya es célebre como ejemplo de cerrilidad y estupidez: «jamais! le pantalon rouge c'est la France!», que creo que no necesita traducción.
La suerte quiso que Messimy ocupara el Ministerio de la Guerra después de esta última tontería y poco antes de empezar el conflicto; al parecer, ver las orejas del lobo alemán despejaba muchas dudas y empujaba voluntades. Ahorraré al lector el bizarro proceso por el cual a finales de septiembre de 1914 los soldados franceses empezaron a recibir un nuevo uniforme, casco incluido, de un color que llamaron «azul horizonte», manera elegante de referirse a un azul claro grisáceo. La sustitución tardó un año en completarse, período de tiempo necesario para equipar a más de tres millones de soldados y que fue conocido como la crise de l’habillement, o crisis del equipamiento. El nuevo color no funcionaba tan bien como el caqui o el feldgrau, pero con el polvo y el barro de las trincheras el mejunje daba el pego. Tras la guerra, en 1921, el ejército adoptó un color al que llamaron kaki américain —había que evitar a toda costa que alguien sospechara que se habían inspirado en los pérfidos ingleses— y los uniformes franceses entraron en el siglo XX y en el sentido común.

Editores con brillantes pantalones rojos y la automatización de (casi) todo
Pocos profesionales más apegados a las esencias que los editores, en especial los editores independientes, sobre todo aquellos que dirigen y/o trabajan en lo que se conoce como «editoriales literarias». La mayoría de sus argumentos en contra del libro digital solían ser organolépticos: «al libro digital le falta el olor de la tinta y del papel» o «no puedes disfrutar del tacto del papel, del color de las cubiertas»; y también decorativos: «el libro digital no puede vestir un salón». No se dieron cuenta de que el principal problema era que, a causa de la incapacidad económica de mejorar la experiencia de lectura que el libro digital aportaba, este acabó siendo una pálida imitación de su pariente analógico. Pero dicha incapacidad no era —ni es— achacable al formato, sino al sector editorial. De eso tampoco se dieron cuenta, pensaron que la derrota del libro digital había sido completa sin entender que solo era la punta del iceberg de una digitalización que seguía avanzando bajo la superficie. Siguieron, ufanos, vistiendo unos flamantes pantalones rojos.
Y en eso llegó la IA. Y se acabó la diversión. Y llegó de muchas maneras distintas, tantas, que al principio no parecía que se tratara de lo mismo, ni siquiera se llamaba así. Y como habían confundido digitalización con libro digital, no vieron venir el problema.
El traductor de Google garantizó muchas risas durante bastante tiempo. Permitía salir del paso en traducciones breves, siempre y cuando uno obrara con precaución y contrastara de alguna manera el resultado, pero los textos extensos eran propensos a la catástrofe, y arreglar el desaguisado solía costar más tiempo que traducir a mano todo el libro.
Hace años que los traductores humanos trabajan con programas de traducción, pero se supone que son un apoyo a su labor principal, que es traducir «como Dios manda». La aparición de servicios de traducción automática mucho más avanzados dio al traste con la aparente seguridad de la que gozaban estos profesionales. Es cierto que las tarifas llevaban años estancadas, pero a corto plazo no se vislumbraban grandes riesgos. Cuando empezó a ser evidente que cada vez había más editoriales experimentando con la traducción automática para luego incorporarla a sus flujos de trabajo, empezó el rasgado de vestiduras y la reivindicación de los pantalones rojos.
Hace algunos años que un número indeterminado de editores —que cada día son más—, traducen automáticamente los originales de las obras que van a publicar. En función de la lengua de origen, de la calidad y de la complejidad de la redacción original, la cosa puede salir entre bastante bien y regular. La cuestión es que siempre hay que recurrir a un humano para que corrija aquello que el traductor automático —que también es un tipo de IA— no sabe hacer. Aunque cada vez sale mejor, sobre todo en las traducciones del inglés a otras lenguas mayoritarias como el castellano, el portugués, el francés o el alemán, no es raro que el texto esté salpicado de falsos amigos, traducciones literales que desvirtúan el sentido original, redacciones algo planas e incluso chapuceras y un enorme despiste cuando la obra incluye terminología especializada, sea técnica, científica, cultural, histórica, etc. ¿Cuál es el problema para los traductores? Que las tarifas para «arreglar» una traducción automática son inferiores —o bastante inferiores— a la traducción en sí. ¿Problema añadido? Que para adecentar ciertos textos no se necesita un traductor, sino alguien con suficiente cultura como para lidiar —con garantías— con textos de cualquier ralea. Si los textos son de ensayo, la cosa puede ponerse realmente difícil.
Cuando editores y traductores literarios empezaron a ver las orejas de este lobo, todo el mundo se puso muy nervioso. Los editores prometieron no usar ese invento del demonio, e incluso llegaron a incluirlo en sus contratos de compra de derechos; los traductores exigieron —con la determinación de Max von Sydow en El exorcista— la inclusión de esas cláusulas, conminaron a los agentes literarios a que no vendieran derechos a editores caídos en la herejía, y que los autores prometieran portarse bien. Caras serias, mucha circunspección, grandes palabras, tono solemne… y se firmó una montaña de papel mojado.
Con las escasas excepciones —bestsellers, prestigio o ambas— en las cuales cualquier editor recurrirá al mejor traductor humano que conozca y todo agente que se precie meterá las narices en el asunto, a nadie le interesa estropear una venta de derechos por quítame de ahí a un ser humano. La razón es muy sencilla: si se trabaja suficientemente bien y se toman ciertas precauciones, la calidad de ambas traducciones es indistinguible. Tengamos en cuenta que la mayoría de traductores van muy agobiados y no pueden permitirse el lujo de dedicar el tiempo que realmente necesita el libro que les han encargado; que la mayoría de traductores son buenos profesionales pero no son unos genios —cosas de la campana de Gauss, nos pasa a todos— y que, además, la inmensa mayoría de los lectores no es capaz de notar la diferencia. Con esos incentivos, los editores son lo suficientemente educados como para simular que hay un traductor humano por ahí, y las agencias lo bastante inteligentes para mirar hacia otro lado. También hay quien lo hace con luz y taquígrafos, como HarperCollins.
Ya hemos llegado al meollo del drama: la calidad percibida por el cliente, el lector, el pagano, el que hace funcionar la rueda. Cada año llegan a las librerías más libros que no han sido traducidos por un traductor humano —pero han sido adecentados por un humano— que el año anterior, y nadie nota la diferencia.
Ahora, permítanme que les presente a Madeline McIntosh. Trabajó durante trece años en Penguin Random House, los últimos cinco como directora ejecutiva del grupo en los Estados Unidos. En 2024, y tras abandonar PRH, fundó Authors Equity, una editorial independiente cuyo objetivo es, en pocas palabras, pagar mejor a los autores (en otro artículo abordaremos este proyecto).
En una reciente entrevista para Publishnews, McIntosh afirmó: «El valor de la IA para nuestra industria reside en reemplazar procesos lentos, manuales y poco creativos, algo que a nadie le gusta hacer». Hacer eso es fundamental si queremos remunerar mejor al autor, y también ayudará a mejorar los márgenes de las editoriales (sin lo cual, lo primero es imposible).
Con la IA inventada, la gran mayoría de traducciones entran dentro de la categoría de «procesos lentos, manuales y poco creativos». Lo mismo ocurre con la maquetación, tan intensiva en horas de trabajo; por mucho que hayamos dotado a la tarea de toda la potencia digital de la que puede disponer una editorial, conceptualmente no está muy lejos de insertar tipos móviles en cajas tipográficas. Los distintos servicios de corrección —ortotipográfica, gramatical, etc.—, con la posible excepción, al menos durante un tiempo, de la corrección de estilo, también están amenazados.
El problema no se circunscribe al papel: para la mayoría de conversiones a libro digital hace tiempo que no se necesitan humanos, y si la maquetación fuera automática y capaz de generar archivos de salida, ni siquiera seria necesario hablar de conversión. Hace años que la tecnología está más que probada —HTML y XML—, pero, salvo escasas excepciones, en la edición comercial nadie le ha puesto mucho interés a pesar de que el ahorro en horas de trabajo seria enorme.
Algo parecido sucede con el audiolibro: cada vez hay menos locutores humanos y más locución digital. La síntesis de voz ya es indistinguible de la humana, y lo sé de primera mano. No me creía o, mejor dicho, me negaba a creer que esa voz que hablaba no fuera humana, ni que hubiera sido creada a partir de una voz humana: era «humana», pero ningún humano había hablado nunca con esa voz. Este caso es de los más espectaculares, porque la experiencia es absolutamente humana y el ahorro es pasmoso. Además, permite que lenguas con relativamente pocos hablantes puedan disponer de audiolibros a un coste asumible.
He dejado para el final a los escritores. Ya se publican libros escritos por inteligencia artificial. En algunos, alguien se ha tomado la molestia de adecentarlos; muchos se publican sin siquiera revisarlos. Sí, la mayoría es basura autoeditada, pero los grandes grupos llevan tiempo experimentando, sobre todo en ciertos nichos de mercado, como la novela romántica. No me sorprendería que algún grupo con sellos especializados haya lanzado al mercado más de un libro escrito por inteligencia artificial.
No me gusta esta situación. Yo prefiero la edición con casaca azul oscuro, pantalones y quepis rojo. Pero la edición caqui y feldgrau va avanzando, tiene mucho más dinero, mucho más poder, y lleva mucha ventaja. Si la edición independiente quiere sobrevivir y salvaguardar aquellos valores que todavía la diferencian de los grandes grupos, que todavía pueden darle un sentido a trabajar desde los márgenes y desde lo pequeño, deberá vestirse de otro modo. También deberá aprender a trabajar en equipo. Pero de eso, entre otras cosas, hablaremos la semana que viene.
Gracias por acercanos este mundillo, muy interesante. Escucho audiolibros y no tenía ni idea de que se utilizaban a veces voces no humanas. Y lo de que se publiquen libros completos con inteligencia artificial...increíble.
Saludos